Ya sé, a los 28 años no te puede dar miedo ir al doctor.
Pero, bueno, a mi me da miedo. Como me dan miedo los ratones y los temblores. Y si, tengo 28 años y estoy grandecita pero siento miedo igual.
Desde chica estuve acostumbrada a transitar como Pedro por su casa, en el hospital donde mi mamá trabajaba como enfermera. El clásico olor a esterilización de los hospitales era algo habitual para mi, y nunca me produjo naúseas ni nada. Las jeringas eran algo normal, tanto así que cuando fueron a vacunar a mi curso, en primero básico, mi mamá encontró a todos mis compañeritos llorando porque yo les había contando que vendrían por nosotros.
Quizás esa naturalidad es la que me tiene medio frita ahora. Cuando era chica y me enfermaba, si me llevaban al doctor, siempre era un tío, por lo que no me asustaba. Si mi amigdalitis era muy grave, mi mamá me inyectaba penicilina y ya. Creo que había un código implícito entre ella y sus colegas para que nadie osara siquiera inyectarme o vacunarme.
Eso hasta ahora, que ya tengo unos cuantos añitos y que, claramente, no puedo viajar a La Ligua cada vez que me siento enferma.
Y lo paso pésimo. Cada vez que debo ir donde un doctor que no conozco, cada vez que debo vacunarme o inyectarme, es una tortura. De nada sirve la naturalidad del ambiente hospitalario aprendida de mi madre. Al contrario. Evito ir al doctor, prefiero describirle los síntomas, disminuirlos un poco y medicarme con lo que encuentre.
Lo sé. Súper irresponsable, pero nada que hacerle.
Nunca pensé que a mis 28 años eso de la colita es mía, es mía doctor tendría tanto sentido.